
Permítanme que mi pluma derrame su tinta ante lo que acaece, todo lo que aquí yace puede ser sometido a todo uso y abuso, parafraseando a Keith Jenkins. Más, y como verán en este escrito, voy a seguir un análisis fenomenológico, pues citando a Hegel: “(…) junto a la aseveración de estas certezas aparecen, con el mismo derecho, las aseveraciones de estas otras certezas. La razón invoca la autoconciencia de cada conciencia: yo soy yo, mi objeto y esencia es yo, y ninguna de aquellas consciencias negará esta verdad ante aquella”. Así pues, empezaré mis desvaríos entendiendo y explicando qué es una civilización. Académicamente ha sido aceptada la definición del antropólogo Taylor o fuentes de análisis como las de Labuda. La discusión de esta conceptualización ha sido rica en el debate científico. No obstante, permítanme que explique lo que yo entiendo por civilización.
Compartía, hasta no hace mucho, el término académico del término civilización, pero, en estos días de confinamiento, indagaba en varios foros de antropología y en un blog, no muy fiable, encontré una historia sobre un alumno y su profesora, decía más o menos así: “El alumno preguntó a su profesora cuáles eran los signos que identificaba a una civilización. Si era la aparición de los utensilios líticos, las primeras manifestaciones artísticas, las primeras sociedades complejas o los primeros asentamientos. La profesora le contestó que el primer hueso de un fémur que vio curado, pues requirió unos cuidados ya sean alimenticios o sanitarios. En la civilización, sus miembros dedican tiempos y esfuerzos en curarte, en el mundo animal un fémur roto es la muerte.”
Me pareció y parece una buena conceptualización, que me llevó a la siguiente máxima: Una civilización es una sociedad que está dispuesta a perder recursos materiales o económico para paliar la necesidad de otro. Siguiendo esta máxima, lo que caracteriza a una sociedad no es su desarrollo técnico sino su capacidad moral y ética. Hoy, una amiga me ha pasado un artículo que narraba lo que acaece hoy, se titula “La pobreza espiritual de una sociedad que minimiza la muerte de sus ancianos”. En dos axiomas, bajo mi percepción, describe muy bien los momentos que estamos viviendo, dicen así: En tiempos de pánico parece que todo vale con tal de exorcizar el miedo (…) y ¡No os preocupéis, este coronavirus solo mata a los ancianos!
Partiendo de la máxima expuesta, vemos que hay una dicotomía con lo que estamos viviendo. A lo que surgen las siguientes preguntas ¿Cuál es nuestro nivel ético respecto a lo que estamos viviendo? ¿Qué clase de civilización somos si banalizamos la muerte de un gran sector de nuestra sociedad? Lo expuesto me lleva a la conclusión de que estamos en una civilización que ha endiosado a la ciencia en pos de la filosofía, al dato en post de la cualidad, del pragmatismo en pos de la fenomenología.
En base a esto, y siguiendo mi análisis fenomenológico creo que nuestra sociedad, en términos de Toynbee, está entrando en una decadencia moral, basada en la pérdida de nuestra ética y entrando en un “síndrome de David”. Sí, síndrome de David, basado en achacar toda culpa al fuerte, en este caso al poder, incapaz de asumir que cada uno puede aportar algo y de hacer todo lo posible para poder rendir, aunque sea, homenaje a unos ancianos a los que se lo debemos todo. Y lo peor, de todo esto, es que lo dice un ácrata.
No todo es lúgubre, muchos intelectuales apuntan a que este “cisne negro” puede ser un cambio de paradigma y hoy hemos visto un atisbo de ello. Frente a la cientificidad de Alemania y Holanda ante esta crisis, basada en salvaguardar la economía, quizás sea por ese análisis ético de Max Weber que nos diferencia a norteños y sureños, hemos visto un mediterráneo que se ha plantado, que ha creído que lo humano prima ante lo económico, que no se ha doblegado ante el cientificismo económico.
Para Aristóteles, en su Política y Moral, a Nicómaco, expone que el deber de la política es la consecución de la felicidad. Buscar las mejores condiciones y métodos para procurar la felicidad de sus conciudadanos, y que esas condiciones y métodos estén basados en la virtud. Ojalá desde todos los lares, sean políticos o sociales, desarrollen sus virtudes, se busque crear una verdadera civilización sin olvidar a nadie. Permítanme acabar con esta máxima de Cicerón: Todo lo útil no es honesto, pero todo lo honesto es útil.